Vivo con el temor de que mi traicionera mente me engañe y me
venda a un recuerdo o a un pensamiento.
Vivo atemorizado de poder doblar una esquina… de papel, y
encontrarme escribiéndola.
Vivo temerosamente por si en algún momento me planteo de
verdad el pensar en ella, plantearme los “y si…” creyéndomelos de verdad, y
sintiéndolos míos.
Vivo, y no sé si se puede llamar temor a aquello que sientes
cuando has encontrado, nacido de la más absurda situación, lo que llevabas
buscando tanto tiempo.
Vivo desviviéndome por esos ojos azules, vivaces,
inteligentes, cómplices que me dan vida, ideas y complejidad, que no
complicidad.
Vivo sin vivir en mí por el roce de esas manos, de esos
finos dedos con heridas acompañando a las uñas, pues no puede dejar de comerse
esas pielecillas.
Vivo y revivo vívidamente el olor de su pelo, largo, y como
un barullo que siempre reposa en su espalda, obligándola a ocultar sus alas y
sin dejarla alzar el vuelo pues yo la necesito, aquí, a mi lado.
Vivo ilusionado, pues a cada momento me doy cuenta de lo
incierto que me depara el futuro, ¿pero para que le pienso? Si para que pueda
sentirlo debo pasar este pasadizo de incertidumbre penosa pero particularmente
armoniosa y parte del todo, que parte cuando coge ese tren, que le lleva al páramo
del arte, del teatro que te parte en dos con esa voz quebrada por el paso de la
pura fortuna azarosa y quizá por el olor del azahar, de nuevo,
su pelo.
Vivo iluso, hado de ignorancia, creyendo fielmente que con
no pensarla la olvidaré, y ya me ves, escribiéndola para dejar constancia de
que esto pasó una vez, y con el más firme deseo de no querer hacerlo, pero
finalmente rindiéndome a ello, pues el que lleva la sangre a mis, deseosas por
escribir, manos es el corazón, no el cerebro.
Vivo ilusiones, en que fugazmente deslizan por mis ojos que
no aceptan visitas, unas imágenes de sentidos, unos recuerdos de un pasado que
inmortalizaría, haría etéreo, eterno, inmutable, inmune al dolor, imperecedero
y para dos pasajeros en la neblina que llamamos vida, en la que tratamos de
discernir lo más mínimo y no vemos sino fantasmas de un futuro en el que quizá
ni se convierte. Pero no puedo vivir en el pasado, gracias Marta, por ti sé que
el pasado nunca vuelve, solo pisa, pasa y pesa, y pensar en el futuro es
apostar a ciegas. Vayamos, encarnemos el deseo que no quiero desear, por miedo
a perder lo que me ha costado tanto ganar, por miedo a que ese amor no sea lo
que busco, por miedo ya no a no tener recuerdos con ella, recuerdos con fecha
de caducidad, sino a no tener un presente, y vivan los tópicos, a su lado.
Este presente en el que vivo atemorizado, desvivido e
ilusionado.