martes, 1 de marzo de 2016

Barrendero de almas

Cuando veo que un mendigo de mi ciudad ha muerto no puedo evitar imaginar a mi señor dirigente y sus dóciles subalternos con una sonrisa en la cara.
Un problema menos, dirán, total, para ellos era un repugnante bicho al que aplastar y si es así, ¿por qué deberían entristecerse por la muerte de esa basura asquerosa que deambula por sus calles?

Para mi señor dirigente, el mendigo del paseo subterráneo no tiene nombre, no, para él es esa escoria que ha conseguido, aun no teniendo nada, ser algo, recibir una sonrisa de aquellos que pasan a su lado cada día, conseguir un colchón y no dormir entre cartones.
Para él es un objeto que ha conseguido ser persona, destruyendo la deleitable y premeditada cosificación.

La sociedad tiene herramientas, como la desesperación, el agobio, el miedo y el fracaso, que hacen llamar a las puertas de su especialista, las drogas, sin embargo cuando éstas hacen su trabajo y alguien siente “no ser”, ya no es su problema; son fábricas de despojos, de los que luego se desentienden.

Hay policías que se ven en la encrucijada de desalojar a un mendigo para hacer limpieza en las calles o ser despedidos, es ponerles en la palma de una mano una cadena, atándoles en corto, y al tiempo, una venda en los ojos; la otra opción es un mísero resquicio de moralidad a un precio abusivamente elevado.

La limpieza de sangre hoy en día nos parece una chorrada, si por mis venas corren judíos o musulmanes me es extremadamente indiferente
Sin embargo, señor dirigente, ¿cuánto tiempo de irracionalidad, de egoísmo y de pulcritud debemos soportar para que cese la limpieza de clases sociales?
Señor dirigente, le imagino con una sonrisa en la boca, pero desearía que en cada uno de sus sueños esa sonrisa se tornase en la misma mueca que la de aquel ser humano asesinado a manos de la desidia en sus propias calles.